Domingo
Es domingo. Son las ocho menos cuarto de la madrugada y la estación debería estar llena de fiesteros, ya sin gas, ni un euro en el bolsillo, ni hígado, ni una gota de rímel más arriba de la boca; como cayó una tormenta bestial a eso de las cuatro de la mañana, debieron recogerse antes porque esto está más triste qué el funeral de un indeseable. Pero, claro, el protocolo no sabe de aguaceros y no mira los andenes y, de pronto, por megafonía, a la misma hora de siempre los fines de semana, una voz de mujer pelín "Rottenmeier" recuerda a los señores pasajeros que está prohibido jugar dentro de las instalaciones ferroviarias. Y los tres señores pasajeros que esperamos nuestro tren, nos miramos con sonrisa melancólica y una ceja ligeramente levantada mientras, estoy absolutamente segura, reprimimos un inquietante deseo de hacer una portería con las mochilas y echarnos una pachanguita con el periódico del señor con cara de maquinista de la Feve. Pero, si hasta acaba de asomarse a la puerta de las oficinas un empleado de la estación, qué con las manos en los bolsillos nos mira con cara de "os pillé". Aquí llega el tren de Pravia. Dios, qué dos minutos más gloriosos!! Bendito protocolo! Bendita tormenta... Tengo que dejar de desayunar este té verde. Qué le meterán?
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